He de reconocer que tengo una
peraza mental, desgana, a la hora de escribir de teoría literaria, y de poesía
en particular. Quizá porque hubo un tiempo que me absorbió tanto este asunto (estudios
y ensayos) que caí en el peor de los biblioclamos: escribía sobre algo que no
comprendía; o dicho de otra manera, en ese mal que afecta a muchos ilustrados:
la artificialidad del arte. Por eso quisiera hablaros más de poemas que de
poetas, como aspira más de uno: «quisiera ser poema, más que poeta». No
obstante, sea la excepción para recordar a cuatro poetas, dos y dos,
aparentemente muy diferentes, no excesivamente conocidos: unos debido a la
oficialidad académica; otros, por la marginación oficial. No entraré en datos y
valoraciones bibliográficas o eruditas, solo recordarlos para que despierte la
perplejidad del posible lector: no para suplantar, sino para despertar, con
nuestro esfuerzo íntimo, la vida personal del espíritu, Tampoco me referiré, solo
lo imprescindible, a las corrientes poéticas que generaron. Veamos. Ellas son
dos excepcionales poetas: Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva; ellos, como dirían
los críticos oficiales (los que desprecian los poemas sin hermenéutica: esos
que se explican por sí mismos) serían dos detestables poetas: Raymond Carver y
Charles Bukoswski (es obvio que lo que aseguran los referidos críticos no lo
comparto). Anna y Marina, rusas; Raymond y Charles (o deberíamos llamarle Hank Chinaski) norteamericanos (aunque
este último naciera circunstancialmente en Alemania). Y tropezamos con en el
primer escollo, el idioma. ¿Cómo leer a autores que escriben en idiomas que no
es el nuestro? Y más aún, ¿cómo hacerlo cuando su estilo poético responde a una
polifonía rítmica, como las dos poetas rusas, o sin apoyo rítmico ni medida en
el caso de los estadounidenses? He aquí la mano diestra, mano poética también,
del traductor, para traernos, de forma espontánea y al mismo tiempo fiel, sus
escritos. Aquí se cumple aquella máxima de Gerardo Diego: «Y esto se pone de
manifiesto cuando al pasar a otro idioma se esfuman todas las delicias
verbales. Y decirme: ¿vamos a pensar que mientras la obra literaria resiste
victoriosamente el cambio o la ruina de los idiomas, la creación poética va a
ser tan frívola, externa, y hermética que quede para siempre encerrada en su
celda de oro, y se nos niegue si no poseemos las siete llaves de su idioma
secreto, retórico e intransferible?». No es el caso que nos ocupa. Os invito a
que lo comprobéis. Decía que ambas parejas poéticas, ellas y ellos, tuvieron
puntos en común. Fueron exiliados en sus países, ellas por el socialismo real, ellos
por su mal llamado realismo social o pesimista (en Estados Unidos prefieren
llamarle “Minimalismo”). Charles y Raymond son dos excelentes prosistas de los
que alguien ha dicho que su poesía no es tal, sino mera prosa que no acaba de
llenar la página. Su estilo elíptico, seco, inmediato, como un apunte sugerido,
inacabado, puede hacer de su lectura un acto ingenuo, desprovisto de retórica poética
o trabajo de zapa y filtraje. Sobre todo cuando su poesía pretende narrarnos
gente, hechos, situaciones cotidianas, cuando no vulgares. Dicho con palabras
de Bukowski: «¿por qué arropamos todo lo que decimos/ con un énfasis especial/ cuando
lo único que hace falta/ es limitarse a decir/ aquello que debe decirse?». Aparentemente
tan distinto de la exquisitez rítmica y romántica de las rusas. Y sin embargo,
¿cuánto de verdad hay en ellos, los cuatros? Vidas complicadas, difíciles, asóciales
para la ideología biempensante de su época, el no tan lejano siglo XX, solitarios,
con el desdoblamiento de quien escribe de la experiencia y la contemplación
estética de esa experiencia. «Estaba entonces entre mi pueblo/ y con él
compartía su desgracia», dice Ajmátova en la obertura de su Réquiem. En fin amigos, no quiero
cansarles, les invito a que se aproximen a su obra y vean, en dos estilos bien
diferenciados, la denuncia, la celebración del amor, la amistad, la sencillez
de la vida cotidiana: poesía civil, memoria lírica, poesía amorosa, con ecos a
veces encubiertos de Brodsky, Rilke, Pasternak, Hemingway, Chejov, e.e.
cummings, Céline, Dostoiewsky o Vallejo. Termino, con vuestro permiso, y los reúno
en el poema de Carver, Bajo una luz
Marina cerca de Sequim, Washington.
Empiezan los verdes campos. Y las altas,
blancas
granjas después de los charcos de la marea,
y aquellos cangrejos
listos para echar a correr, o darse la vuelta,
si
levantábamos la roca debajo de la que vivían.
La languidez
de aquella tarde tranquila. La belleza de
conducir
por aquella carretera del campo. Hablando de
París,
nuestro París. Y luego encuentras ese sitio en
el libro
y me lees la vida de Anna Ajmátova allí con
Modigliani.
Sentados en un banco de los jardines de
Luxemburgo
bajo su enorme sombrilla negra
recitándose a Verlaine el uno al otro. Los
dos
«todavía no alcanzados por el futuro». Cuando
allá en el prado vimos
a un joven desnudos de medio cuerpo parar
arriba
y con los pantalones remangados,
como un antiguo remero. Nos miró sin
curiosidad.
Se quedó allí observándonos indiferente.
Luego nos dio la espalda y siguió con su
trabajo.
Mientras pasabas como una hermosa guadaña
negra
por aquel paisaje perfecto.
(De ”Bajo una luz marina”, traducción de
Mariano Antolín Rato)
Lo dicho,
pues. Acerquemos a ellos, no son tan distintitos ni tan distantes, pero tampoco
tan ingenuos e inofensivos como parecen.